- Don Horacio, ¿ocurre algo malo con el espejo? – me preguntó el mesero.
Hay frases que mágicamente obran cambios en las personas, algunas por su significado, otras por su belleza y unas más por su sentido, pero ésta que pronunció el mesero, no tenía ningún significado especial, su sentido era simple y en ella no se apreciaba la belleza, sin embargo al oir esas palabras descubrí que la realidad y la fantasía se habían mezclado en mi vida haciendo de ella un laberinto del cual ahora no se como salir.
Había llegado al restaurante a cumplir la cita.
Esa vez, más que siempre, me adelanté a la hora convenida, pues deseaba familiarizarme con el lugar y evitar molestas distracciones a la hora de la tan esperada reunión. Siempre he sido muy observador y me gusta recordar los pequeños detalles de la decoración, los gestos de la gente, las frases sueltas que nos llegan sin saber de dónde y todos los sutiles encantos que hacen de un lugar, uno muy especial. Pedí un vaso de wiskey para distraer mis manos.
Cuando observo a la gente, y esto lo hago muy a menudo, trato de descubrir o al menos de imaginarme, un poco sus vidas y a tal punto me esfuerzo a veces, que mi interés se hace notorio ante quienes son objeto de mi mirada. En esa ocasión, quizás por la expectativa de la cita, todos a mi alrededor perdieron importancia.
Mi pensamiento se alejó cada vez más del restaurante y se remontó cinco años atrás, cuando conocí a Leandro. Recuerdo que me impactó sobremanera la concentración que lograba en su lectura a pesar del insólito bullicio que parecía rebotar en las paredes de la biblioteca universitaria. Creo recordar que leía un libro de filosofía oriental y en su mesa reposaban otros tres, uno de ellos de matemáticas. Observé que no tenía libretas de notas, tampoco un bolígrafo y este hecho me indujo a pensar que él no era estudiante de esa universidad, quizás de ninguna. Aquella vez no cruzamos palabra, solo una mirada llena de curiosidad por ambas partes. Consulté las revistas literarias que tenía pendientes y me olvidé de aquel extraño futuro amigo.
Poco después la Universidad del Norte organizó unas conferencias con el propósito de analizar la presencia de lo insólito en cuentos de escritores latinoamericanos. Allí lo volví a ver. Su interés por el expositor era abrumador, parecía tener ganas de entrar en él y casi se anticipaba a cada uno de sus gestos, a la menor de sus palabras y al más nimio comentario. En algún momento Leandro parecía reprochar miméticamente algún posible error de apreciación del conferencista y dejaba en todos los presentes la sensación de pretender saber sobre el tema más que todos nosotros. Sin embargo, ante algunas ideas realmente originales, su rostro, como el de un niño, delataba el asombro ante la novedad y la satisfacción dejada por los nuevos conocimientos obtenidos.
Leandro siempre ha sido un conversador muy particular, sus bastos conocimientos en campos discímiles e insospechados le llevan casi a la categoría de maestro. Sin embargo tiene cierta adversión a hablar de moda, clima, dinero, deportes y hasta de mujeres, pues según dice, son temas frívolos unos, alienantes los otros y el último muy personal.
En alguna ocasión fuimos a una playa en una tarde con un grupo de amigas y mientras todos en silencio gozábamos del cielo enrojecido por el sol, él calculaba el tiempo que le llevaría a éste desaparecer trás el horizonte. ¡Predijo el resultado con media hora de antelación y falló por tres segundos! A veces pienso que para él la vida es una sucesión de cálculos matemáticos y no ha descubierto aún la belleza que encierra el sentarse en la arena y ver el mundo sin pensar en las leyes que le rigen.
A medida que transcurre nuestra vida van cambiando los conceptos y opiniones personales; en mi evolución intelectual que dicho sea de paso, no es muy avanzada, solo hay un concepto que constantemente se enriquece con nuevas vivencias. Es el concepto de Dios. Por esto, siempre incito a quienes considero preparados, a que me den su concepto de Él, naturalmente le propuse el tema a Leandro, pero él se negó a proseguir la conversación. Nunca esperé esa actitud en él.
Sus intervenciones en las conversaciones o en los cursos eran calmadas y se expresaba con claridad, pero la carencia de énfasis en algunas palabras inducían a la monotonía, a la que no se entraba de lleno gracias a la profundidad e interés de sus comentarios, que sin lugar a dudas eran brillantes.
Por lo general me gusta conservar algunas amistades que de alguna manera puedan contribuir a enriquecer mi vida y Leandro parecía ser ese tipo de personas. Le manifesté mi deseo de mantener una amistad no casual como hasta ese momento y el me contestó que él, como el saber, se presentaría. Naturalmente me dejó muy confundido.
Durante algunos meses no comprendí el sentido de sus palabras, hasta que en un museo de Bogotá lo sorprendí curiosenando una escultura moderna, de ésas que uno logra entender con un catálogo explicativo en la mano. Se sentía a sus anchas en esa ciudad. Aún me parece verlo devorando revistas extrañas en las bibliotecas, revisando tesis de grado en las universidades, visitando museos, asistiendo a conciertos y recitales, oyendo conferencias y aprendiendo todo lo que esta urbe sabe enseñar.
Nunca antes había conocido a alguien tan entregado a la investigación informal, por llamarla de alguna forma, pues no parecía tener comprimisos con instituciones educativas o investigativas; además sus temas eran tan discímiles como insólitos. Siempre tuve curiosidad por saber de qué vivía aquel hombre, quizás hoy en nuestra cita lo pueda averiguar.
En una ocasión por un leve accidente en bicicleta sufrí algunos raspones; Leandro criticó fuertemente mi inclinación por los deporte peligrosos. Creo que todos los deportes conllevan algún riesgo, pero ninguno tan grande como la inactividad, sin embargo, mi amigo no lo consideraba de esa manera. No logro precisar si su temor se debía más a sufrir un golpe en la cabeza que le ocasionara el perder toda su información, o a robarle tiempo a las bibliotecas. De una u otra manera, no deja de preocuparme su salud futura.
Si, es realmente un hombre admirable por su dedicación a lo suyo, pero parece ignorar e incluso despreciar toda actividad diferente a almacenar datos en la mente. A veces lo creo un soñador y me gustaría mucho verlo reaccionar y aplicar sus conocimientos en alguna actividad productiva o por lo menos creativa, pero intuyo que pasará mucho tiempo antes de que eso suceda, si es que sucede.
En esos momentos, la hermosa mujer que entró al restaurante y me devolvió a la realidad, me sacó otra vez de ella al recordarme a la siempre bella Amanda, la mujer que me sedujo con su alma de artista.
La conocí cuando era aún una niña, tenía 12 ó 13 años y siempre la acompañaba una sonrisa; me gustaba observar la inocencia con que interpretaba lo que sucedía a su alrededor. Creo que en ese sentido no ha cambiado mucho. En aquella época mi corazón se prendió de ella y aún no entiendo las razones para ello, pues era una niña normal.
Recuerdo que me miraba a escondidas y, con la presencia de mis ojos disimulaba tímidamente. Pero aquellos tiempos pasaron muy rápido, más de lo que hubiera deseado y pronto se convirtió en una mujer fantástica. Me causó una inmensa sorpresa descubrirla en su papel de mujer, después de cuatro años de no verla. Su interés por los amigos era admirable, sacrificaba gran parte de su tiempo libre y de sus intereses particulares por solucionar, o por lo menos escuchar, los problemas y confesiones que le hacíamos todos. Muchas veces no hablaba, pero su mirada infundía una confianza tal, que muchos la tomamos como confidente permanente. Pocas veces daba un consejo común, pues los suyos eran sorprendentemente inesperados, producto de su forma tan particular de ver el mundo.
Amanda acostumbraba a llenar a sus amigos de pequeños detalles con gran significado, de fugaces miradas de eterno amor y de caricias ardientes con sus manos frías. Como ella en el mundo hay muy pocas personas, me atrevería a decir que es única, y por esta razón se podría llegar a pensar con mucha frecuencia en la dichosa posibilidad de haber logrado enamorarla. De hecho estas conclusiones apresuradas motivaban muchos desengaños dolorosos en quienes descubrían la verdad y una deliciosa espectativa en quienes nunca nos atrevimos a confirmar nada.
Quienes no la conocían, la creían una persona adusta y engreída y no hacían nada por lograr un acercamiento a ella, sin embargo, la realidad distaba mucho de estas primeras impresiones que siempre dejaba, pues su calidez, comprensión y dulzura prendaban a cualquiera. Nunca veía, o por lo menos no comentaba, nada negativo de nadie, ni siquiera en los muchos problemas de los que fué testigo.
Siempre he sospechado que ella pinta o compone música, pues descubre poesía hasta en una sombra y la transmite mágicamente. Espero confirmar esto, entre muchas otras cosas, en nuestra cita de hoy.
Sin importar si se habla, se llora, se ríe o se ama, el tiempo con ella parece no existir, pués aunque transcurre, no se siente y cuando se descubren las horas que han pasado, no queda el arrepentimiento o la agustia de quien lo ha perdido.
No se si el amor que me ha entregado es exclusivo, pero no me preocupa que no lo sea, sin embargo, me gustaría confirmar también esto en nuestra cita.
El mesero se acercó y me ofreció otro vaso de wiskey, esto me sacó de las cavilaciones y observé algunos nuevos clientes en el lugar, pero ninguno era aún digno de ser observado con detenimiento.
Amanda y Leandro eran solo dos de los amigos que más sentido le habían dado a mis últimos años, pero ellos, al igual que Carlos, Hilario y Aldo, no se conocían entre sí y mi deseo de presentarlos a todos, me indujo a concretar esa cita.
Aún esperaba la llegada de mis invitados, pero comprendí que era todavía temprano. No estaba muy seguro de si Carlos se sentiría a gusto en nuestra reunión, pués sus intereses se limitaban casi exclusivamente, y he sido generoso al usar la palabra casi, a los deportes.
Nuestra amistad era la más antigua de todas. Fuimos vecinos en nuestra niñez y jugábamos fútbol casi todas las tardes. Ambos eramos muy delgados, por no decir flacos, y él era un poco más alto que yo. Nunca fué muy buen estudiante pero sí el mejor futbolista, basketbolista, patinador y nadador. Era el mejor en cualquier deporte y siempre le admiré por ello.
Consecuentemente a sus actividades, su cuerpo tomó las formas propias de un atleta y sus logros deportivos le merecieron gran popularidad. Algunas veces nuestras relaciones se distanciaban por años, pero los reencuentros fueron siempre muy emotivos. Constantemente hablaba de sus campeonatos, de los ejercicios más convenientes para desarrollar tal o cual músculo, de los goles del Junior y sus planes futuros.
El tiempo pasaba y no parecía afectarlo, pues continuaba con las mismas, si no mejores, habilidades físicas y la misma, si no peor, adversión a los libros y demás manifestaciones culturales. Disgustó siempre con las fiestas y el licor; creo que nunca aprendió a bailar, simplemente su vida era el deporte y para él vivía. Siempre sostuve que si se hubiera dedicado a un solo deporte, sería posiblemente el mejor del mundo, pero su inconstancia le llevaba a cambiar la práctica de un deporte por la de otro.
Cuando en su presencia se tocaban temas con un poco de profundidad, se tornaba en la persona más distante del mundo: miraba lejos, se rascaba los brazos y las cejas, bostezaba y su rostro inexpresivo parecía ignorar cuanto se decía en el lugar. Temía que en nuestra cita adoptase la misma actitud, pero confiaba en que la personalidad de mis otros amigos, le motivara suficientemente para superar su retraimiento. De una u otra manera, para saber su reacción tendría que esperar el desarrollo de la cita, un poco más tarde.
La risa estridente de un comensal a mi espalda, me indujo a pensar que comenzaban a llegar mis citados, pues ya la hora estaba cercana. Pero la risa que dejaba escapar aquel cliente, no era tan especial como la de Hilario. Realmente tenía una risa cautivadora. Todo en él era cautivador. No podía organizarse una fiesta sin su presencia, pues de hacerlo así, era una fiesta sin alma. Tenía aquel espíritu de relacionista público exitoso, de vendedor estrella, de animador de televisión.
Lo que más admiraba de Hilario, era su forma de ser centro de atención sin opacar a los demás. Parecía un recreacionista a quien todos atienden para aprender una nueva diversión. Pero él iba más lejos, pues cautivaba no solo para divertir, sino para escuchar y opinar. A veces opinaba más de la cuenta.
Parecía ser un hombre culto, sostenía cualquier conversación, pero nadie sabía de su profesión o estudios, aparentemente era un hombre de mundo, sin embargo, no recuerdo haberle visto nunca con una mujer en especial. Estos eran temas obligados para nuestra cita.
La hora convenida para la cita era ya pasado por diez minutos y pensé, por primera vez, en la posibilidad de la no asistencia de todos. Si pudiera, no sabría a quien escoger para que no asistiera, pues todos eran realmente importantes para mi. Posiblemente lamentaría menos si llegara a faltar Aldo, pues de él casi que lo sabía todo: trabajaba de siete de la mañana a diez de la noche, de lunes a sábado. Los domingos veía televisión todo el día y de cuatro a ocho visitaba a la novia, una chica a quien no se le veía ni la nariz en la puerta de su casa.
Nunca he podido imaginar siquiera de que hablan o que hacen ellos en esas cuatro horas de visita. Temo que un día mueran, no de amor sino de tedio. La razón que me motivó a invitarlo, fue el mostrarle la cantidad de cosas que puede hacer la gente además de trabajar y la cantidad de ideas, locas y sensatas, que pueden generar tan solo cinco mentes.
Pasó una hora y había terminado mi tercer vaso de wiskey. Estaba impaciente y deseoso de ir al baño. Me levanté en busca del reservado para hombres y al pasar frente a una ventana, lo ví. Una corriente fría subió por mi espalda. Me esforcé por identificarlo, pues el aire intelectual y el espíritu de búsqueda de Leandro, se mezclaban con la sensualidad y la mirada acariciadora de Amanda, el cuerpo atlético de Carlos, la desenvoltura de Hilario y la pasibidad de Aldo. Pasado un un momento, no se cuanto, se levantó de su silla y se dirigió hacia mí. Solo nos separaba el cristal de la ventana. Aún no lograba identificarlo y eso me deseperaba.
Me miró burlonamente y sonrió, su sonrisa, la de Hilario, se convertía en una carcajada. Su mirada, la de Amanda, continuaba entre burlas y caricias, su cuerpo, el de Carlos, quería casi romper el cristal y su aburrimiento, el de Aldo, desapareció.
«Don Horacio, ¿ocurre algo malo con el espejo?» – me preguntó el mesero y con sus palabras descubrí de pronto la aparentemente absurda realidad que he estado viviendo.